Por: J. L. Rodríguez Ávalos
Suelen presentarse confusiones en el uso de vocablos que parecen significar lo mismo. Tal ocurre con las palabras “costumbre” y “tradición”, que se usan para designar formas de vida atribuidas al ámbito campesino o, también, a las comunidades indígenas.
Curiosamente, en la mayoría de maestras y maestros prevalece esta confusión. Dado que el magisterio influye poderosamente (casi toda la semana) en la vida cotidiana de la infancia y la juventud, es muy peligroso dejar en sus manos el destino organizativo de las comunidades, pues dicha influencia puede llegar a socavar, y a veces a destruir, los lazos de vida de tales comunidades.
La palabra tradición procede del latín traditio, que significa “entrega”. Se refiere al conjunto de elementos culturales que recibe un individuo como herencia de la colectividad, y que serán sus herramientas y valores para desarrollarse como integrante de su comunidad, junto con ella y frente al mundo.
Es hasta cierto punto fácil reconocer la existencia de dos tipos de comunidades, las tradicionales y las urbanas.
Se entiende por cultura urbana el hacinamiento de formas de ser, de pensar y de actuar que carecen de una cohesión, cuya procedencia es ambigua y no presentan uniformidad ni de intereses ni de actitudes, ni siquiera propósitos de vida comunes. Las comunidades urbanas se van formando heterogéneamente, con personas procedentes de muy diversos lugares que se van conociendo poco a poco, sin que se genere una verdadera confianza en el vecindario.
Los núcleos urbanos están constituidos por individuos de carácter sectario, desconfiados, poco comunicativos. Su actitud ante la vida es egoísta, piensan en el triunfo como algo personal, cada individuo lucha por sí mismo y sus sueños son de grandeza, en los que su aspiración máxima es llegar a tener mucho dinero.
En las comunidades tradicionales se antepone el bienestar de la comunidad. Cada individuo trabaja para que la comunidad funcione. Si lo logra, entonces la comunidad se convierte en lugar seguro, confiable y de bienestar para todos y cada uno de los individuos que la integran.
Maestras y maestros que son destinados a enseñar en comunidades campesinas e indígenas, suelen culpar a la tradición de excesos tales como el alcoholismo, el maltrato de infantes, el maltrato que el hombre da a su mujer (o a sus mujeres), el desprecio a “las mujercitas” y la exaltación de “los machitos”.
Sin embargo, tales excesos no proceden de la 1a tradición, sino de la ignorancia, que no es privativa de las comunidades tradicionales, sino que se presenta en todas las ciudades, pueblos, rancherías y comunidades del país, sin distingo de clase social: un alcoholismo cada vez más exaltado por la televisión y la publicidad de vinos y cervezas; maridos que golpean a su esposa y a sus mujeres, pues en México se ve con complacencia que el hombre tenga varias; papás y mamás que maltratan sobre todo a sus hijas; un machismo acendrado que es alimentado principalmente por las mismas mamás, que obligan a sus hijas a servir a padre y hermanos, a “los hombres de la casa”. La venta de mujeres para satisfacer a hombres es común en el campo y en las ciudades.
Estos criminales desmanes no son producto de la tradición, sino que proceden de un fanatismo que tiene que ver con la religión, la política y el comercialismo, principalmente por la radio y la televisión comerciales, que fomentan estas deplorables actitudes.
La tradición es el sustento de las comunidades tradicionales y es un conjunto de elementos que no pueden separarse sin dañar la entereza comunitaria. Se transmite por lenguaje oral y no hay escritos que definan una conducta específica, sino que ésta es producto de la misma vida en comunidad. Niñas y niños van aprendiendo modelos de comportamiento desde que nacen, la infancia es una de las etapas más importantes para el aprendizaje de la vida comunitaria.
Esas tradiciones producen sus propios modelos artísticos, que sirven para forjar los elementos de la expresión popular y se transmiten, principalmente, por tradición oral.
El arte tradicional es un todo que tiene que ver con la música, el canto, la poesía, la danza, la teatralidad, las artes plásticas, el vestuario, el calzado, la ornamentación, la comida, la bebida, la religiosidad, las costumbres, el parentesco.
Si alguien saca uno de estos elementos y lo trata de exhibir como tradición está faltando a la verdad, porque sólo muestra una pequeña parte de lo que es la tradición. Sería como hacer creer que un botón es el traje.
Poniendo por caso la música michoacana tradicional, al escuchar a un conjunto musical de cualquier región se estará escuchando una pequeña parte de la tradición, le faltan todos los elementos constitutivos de la fiesta tradicional, donde van las artesanías mostradas en la alfarería, la confección de telas y de vestuarios, la elaboración de sombreros, uaraches, zapatillas, pañuelos, collares, listones, preparación de comidas y bebidas y todo lo demás que habrá de utilizarse en la fiesta, incluyendo la tierra, el lugar celebratorio.
En la ciudad, en cambio, basta con una botella de alcohol y una grabadora para hacer la fiesta.
La riqueza artística tradicional de Michoacán difiere en cada una de sus regiones. De la sierra al valle, de los lagos al mar, de la tierra fría a la tierra caliente hay diversas manifestaciones artísticas que sólo pueden identificarse por los pobladores de esas regiones.
Es relativamente fácil reconocer la procedencia de una persona por el sombrero, el delantal, el calzado o la forma de hablar. Aunque las comunidades tradicionales pueden ser vistas por la gente de la ciudad como “comunidades cerradas”, están comunicadas por la misma tradición y por sus costumbres. Por supuesto, tradición y costumbre no son lo mismo. Algunas comunidades pueden estar emparentadas por la tradición, pero tener costumbres diferentes; comunidades ajenas por la tradición a veces se asemejan por sus costumbres.
Esto quiere decir que la tradición es una constante, es la herramienta que la cultura pone en cada comunidad para preservarla y, al mismo tiempo, distinguirla de las demás.
Costumbre, en cambio, es un hecho fortuito que se instala en la tradición o en cualquier forma de vida. Podemos llamar costumbre a la celebración anual a un santo, al festejo que se realiza en su honor. Pero también llamaremos costumbre a la semanal reunión de amigos para ver el fútbol en la televisión, que es otra especie de festejo.
En ninguno de los dos casos se puede hablar de tradición. Son costumbres que tienen un costo específico y se les puede emparentar por ciertos elementos que las distingue: son “festejo”, en el sentido de reunión celebratoria; en ambas habrá comida o algo parecido y también saldrá a relucir el alcohol, ya sea en forma de aguardiente o cerveza, respectivamente; en las dos circunstancias, se celebra la presencia “del otro”, o sea, la sustitución de uno mismo por el héroe, llámese santo o futbolista; también ambas circunstancias se utilizan para mercadear, en la fiesta del santo se instala el tianguis, los juegos mecánicos, la vendimia y la trácala; en el fútbol la mercadotecnia y los súper mensajes electrónicos; también habrá otro ingrediente: la pasión, que muchas veces puede sustituirse por fanatismo.
Ninguna tradición puede ser cómplice de los golpes a la mujer o a los niños, de la brutalidad sexista ni de la segregación racial. A eso se le llama costumbre. La costumbre es como ciertos parásitos que se encaraman al árbol hasta cubrirlo, engullirlo totalmente.
Hay costumbres que enriquecen a la tradición o a las organizaciones urbanas, costumbres que suelen fertilizar las relaciones familiares o, en particular, los sentimientos tales como el cariño, la amistad o el amor.
Pero también hay costumbres que son peligrosas y hasta aniquilantes. A ésas hay que erradicarlas, es allí donde realmente es necesaria la acción del magisterio. Y no solicitar, como ya ha sucedido en demasiadas ocasiones, la desaparición de las tradiciones, por culparlas de males que surgen en otro lado.
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