La ciudad y el campo son dos territorios diferentes en la geografía mexicana, incluso antagónicos.
Tal antagonismo nace en las ciudades contra el campo, sin viceversa.
Las ciudades medias y grandes de México se han saturado de tránsfugas del campo, gente que emigra en busca de salarios, de educación, de mejores condiciones de vida, porque el campo dejó de rendir desde la época en la que la Reforma Agraria iba a hacer un paraíso del campo mexicano.
Quienes no huyen a los Estados Unidos, dejan la parcela para irse de albañiles, de peones, de jardineros, obreros, burócratas y cosas peores en las ciudades, donde habrán de rumiar su coraje contra la gente que se quedó en el campo sembrando esperanzas.
La gente de la ciudad acusa a la gente del campo de ser ignorante, sin darse cuenta de que ellos mismos son ignorantes que invadieron las ciudades. En el mejor de los casos, un país de ignorantes donde uno es presidente de la República, otro senador, uno más diputado, aquél ministro de la Corte, el de allá secretario de Estado, éste gobernador, etcétera.
En ese pleito de las ciudades contra el campo quien pierde es el país, o sea, todas las personas que habitamos el territorio nacional.
Para educar hay que estudiar primero en la ciudad, contaminarse de cultura urbana para luego ir al campo, como los antiguos cruzados, a erradicar la ignorancia, como el Quijote a desfacer entuertos, como los polvosos evangelizadores a imponer la nueva fe.
Maestras y maestros que “les toca” irse a trabajar a los ranchos, a las comunidades apartadas, se van a encontrar con tristes y difíciles circunstancias. Uno de los primeros problemas es el machismo. En esos lugares quien dice la última palabra es el hombre, ya sea encargado del orden, jefe comunal, cacique o padre de familia.
Estos personajes, “educados” a la antigüita y bajo una rigurosa fe católica, deciden el comportamiento de quienes integran la comunidad: las mujeres al lavadero, a hacer la comida, metidas en su casa y listas para atender al hombre o a los hombres de la casa; los niños, hombrecitos, machitos, a entrarle al trabajo del campo para ayudar al papá; las niñas a ayudar a la mamá y a servir a los hombres de la casa.
En muchas ocasiones no se permite a los niños estudiar, porque es más importante que aprendan las labores del campo; tampoco a las niñas, porque su destino será casarse y servir a su marido, entonces ¿para qué estudian?
Las niñas y los niños –como ha ocurrido siempre- aprenden que así deben ser las cosas y se reproduce esa forma de pensar generación tras generación. Ese mismo estado de cosas ha sido trasladado a las ciudades, en ellas el machismo es igualmente imperante y una forma de conducta cotidiana.
El machismo es una de las formas más evidentes de la ignorancia; la mayoría de hombres machos, que imponen su voluntad y deciden cómo deben ser las cosas en su casa y en la sociedad, por lo general son alcohólicos. Son también hombres infieles, engañan a su esposa con la mayor naturalidad, “porque son machos y así debe ser”. Pero no van a permitir que su mujer los engañe, faltaba más, ella es vieja y debe estar en su casa esperando a su marido para lo que a él se le ofrezca.
Las cosas han cambiado un poco, pero no mucho. Esa imagen se reproduce constantemente en todo México y es casi un símbolo de nuestra forma de ser en el extranjero.
Maestras y maestros sufren lo indecible tratando de cambiar este estado de cosas, aunque también en el magisterio hay machismo y de una manera descarada. ¿A quién se le puede ocurrir que haya una secretaria de educación, una inspectora escolar, una secretaria del sindicato?
El machismo sigue siendo una forma de ser que no podrá cambiarse en esta generación, o sea, en los próximos 25 años.
Los padres de familia que impiden que sus niñas y niños estudien no saben, por su misma ignorancia, que están contraviniendo disposiciones constitucionales que protegen la educación infantil, no saben que atentan contra la dignidad de sus propias hijas e hijos, ni cuenta se dan que están impidiendo el desarrollo del país y que están cometiendo un crimen, que se vuelven criminales. No lo saben. O les vale.
Un problema más grave es que maestras y maestros culpan de todo este mal a las tradiciones, lo cual evidencia su propia ignorancia como docentes.
La tradición diferencia a las comunidades de la ciudad y les permite sobrevivir. Traditio es una palabra latina que significa entrega. Se refiere al conjunto de valores que una comunidad posee, que ha ido conservando y enriqueciendo al paso del tiempo, que la define como conjunto. Es su cultura. Y ese patrimonio cultural es el que habrá de entregar a cada uno de sus integrantes jóvenes para que, a su vez, lo cultive, lo transforme y lo entregue a la siguiente generación.
La diferencia entre la ciudad y el campo es la siguiente.
En la ciudad las personas viven separadas, se lucha diariamente para triunfar. Se considera como triunfo que una persona posea cosas: dinero, casa, cama, ropa, closet, televisión, dinero, refrigerador, lavadora, carro, dinero, computadora, internet, dinero, tarjeta de crédito con dinero. Que tenga participación en la sociedad: estudios, fiestas, novios o novias, viajes, trabajo, buen sueldo, diversión (fútbol, alcohol, cigarrillos), amistades.
La vida urbana mide el éxito por lo que una persona tiene, no por lo que sabe ni por sus aspiraciones.
En el campo, las comunidades tradicionales ponen, por encima de todo, la sobrevivencia de la comunidad, todos los lazos que existen entre los individuos son para sustentar la vida comunal. Cada uno de los individuos sabe que si su comunidad está bien, todos estarán bien. Los individuos ocupan cargos de responsabilidad según las necesidades de la comunidad, no de los individuos. Las actividades sociales, artísticas, productivas, religiosas, educativas de una comunidad tradicional responden a sus necesidades de sobrevivencia y desarrollo.
En la ciudad no se entienden estas relaciones, por eso maestras y maestros atentan contra las tradiciones, sin saber que de esa manera están atentando contra la comunidad misma.
Algo diferente son las costumbres, éstas se establecen mediante el uso de una actividad a través del tiempo, a veces sirven para enriquecer a la tradición, a veces para socavarla.
La costumbre de fumar y tomar alcohol se ha convertido en uno de los más temibles enemigos de la tradición, de las comunidades, de las personas. Pero también en las ciudades existe esa mortal costumbre.
Las comunidades ejercen su derecho a vivir como les conviene, pero constantemente son agredidas por las campañas citadinas, particularmente la poderosa y perniciosa presencia de la televisión y la radio comerciales, que ingresan basura a los hogares, ya sean urbanos o campesinos. Un virtual atentado a los derechos humanos en nombre de la libertad de expresión.
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